Entregada
a la vida del subsuelo, supe arrastrar mis emociones a ciegas por los túneles,
palpando el deseo o la tristeza con los dedos; orgullosa de tan mezquino mérito
y torpe avance. Hice brotar una vida a medias, y fui de las personas cuya
contención protege e incomoda. Contención cuyo absurdo halo era de misterio,
sin haber nada que descubrir que yo ocultase; y cuya falsa imagen mostraba
frialdad lejana y distante. Esa torpe dureza, ese afán por el ocultamiento y la
represión, me alejaron del mundo, me ataron a mi miedo e hicieron más poderosos
mis deseos; para los que necesité más fuertes cadenas, mayor dureza.
Quienes
ahora me observan, es posible que perciban en mí desconfianza, decisión y
control, pero el precio a no abandonarme es que las mismas emociones y deseos
subyugados huyan, desmenuzados ante mi poder, convertidos en polvo. Pocas veces
logro aprender a desasirme, como ayer, cuando pude sin saber cómo ser una de
esas personas expansivas, cuya compañía agrada, tranquiliza y cuya alegría contagia.
Pero hay
algunas emociones, al menos unas pocas, que no desearía que desaparecieran,
cuyo peso vale su dolor. No desearía que, por este esfuerzo, el mejor lugar que
conozco empezara a ser un lugar más; prosaico y sin gracia. Que por desear que
no duela estar allí, lograra que pasase a ser sólo estar en los brazos de
alguien que una vez quise.
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