Hay
entre dos un liviano lazo en que fluyen las sombras que uno desviste, que las
impurezas despojadas recorren y envician. Lo que en el lazo dejamos inunda al
otro, nos acompaña al andar y nos asiste en las horas. Su desprendimiento sería
tan grave como la pérdida de un trozo de cuerpo.
El
lazo, siendo soga y agua estancada, es dulce abrazo portátil, conocido bastón
con el que hemos aprendido que nuestro paso es seguro. Es desesperación vana,
tortuosa duda, desconfianza fértil. Es dolorosa caricia, que en su fiero avance
arrasa experiencias, y huella de la imposibilidad de querer sin preguntas.
¿Podría
éste limpiarse, recobrar su inicial pureza, sin desatarse, sin distancia, sin
detener su cauce infinito y bañándose en las propias aguas sucias?